sábado, 20 de marzo de 2010

El vientre fingido

Ésta es una historia real, absolutamente fiel a lo acontecido. Los hechos, no por confusos, deben exponerse tal como son y, si en algún momento, la tentación de transgredir la más estricta objetividad me llevara a una recreación ilusoria debes perdonarme, porque ya no se cómo es la realidad. Ésta es una historia de confusión y de excesos.

Primero fue una ciudad. No recuerdo donde ni cuando oí hablar de ella. Cómo llegué hasta allí no podría decirlo, quizá una larga noche de neblina o de borrachera, lo mismo es, y aunque estuve allí, no tengo orgullo por ello, porque nunca habrá regreso.

Mi primera visión fue soñada, una intuición me dibujó sus extrañas formas en la distancia. Se trataba de una gran ciudad, no me cabía la menor duda, era imposible de abarcar con una simple mirada; extraña y cercana, rara sensación de confianza, imposible de compararla a alguna otra urbe en sus perfiles, nunca había visto nada igual, cualquier ciudad podía estar en la que tenía ante mí, todas en una y ninguna al mismo tiempo, a veces sosegadamente plana, otras, fragmentada por salientes y elevaciones extraordinarias. Una arcana sensación se apoderaba de mí cada paso que me acercaba a ella. Las formas en que las sombras se hacían cuerpo articulaban unas construcciones difíciles de imaginar, los vacíos y la horizontalidad parecían evidentes, pero nada era preciso.

Acercarme a ella duró mucho tiempo, hasta que un día, después de varios infructuosos intentos, me encontré en su interior. Sin saber cómo estaba dentro de un enorme vientre.

No había nadie, no reparé en ello, por extraño que parezca, hasta pasados unos días –o quizás fueron meses, ya no estoy seguro de nada-, cuando tanto silencio se hizo insoportable, cuando caí en una descoordinación completa. Una gran ciudad son sus gentes, me dije, pero dónde estaban todos (los paseantes, los policías, las palomas y los perros), sólo había evidentes construcciones inexistentes, masas de sombras cuyo origen espacial era invisible.

Al comienzo de mi llegada, mientras sólo me hacía preguntas como por qué había llegado hasta allí, qué poderosa fuerza o razón, o capricho del destino, me había llevado hasta no sé donde, intenté actuar con la normalidad del viajero que se siente seducido por el encuentro de lo desconocido, alternaba recorridos viendo como nunca repetía por un mismo sitio, incluso si regresaba sobre mis propios pasos todo cambiaba completamente; si pasaba entre dos enormes masas oscuras que recordaban dos torres colosales, al mirar hacia atrás veía una sombra plana, con sinuosas curvaturas en su parte superior, de las torres nada; si caminaba sorteando pequeños volúmenes ficticios estos se convertían al volver a mirarlos en lánguidos vacíos en la penumbra. Nada volvía a ser lo mismo. Nunca llegué hasta los límites de aquel lugar, por lo que me resultó evidente que allí me quedaría toda la vida.

Al principio, pensar en vivir perdurablemente esta nueva vida me preocupó un poco, yo era un tipo feliz, que vivía con la más desesperante normalidad, conocía a mucha gente, aunque sólo fuera superficialmente, me gustaba mi trabajo, mirar el río desde el muelle pesquero con el agua espesa y negra por el diesel de los motores y disfrutaba tomándome cada noche un gin-tonic en un bar de viejos del barrio alto. Ahora nada me era vital, mi espíritu era dueño de sus nostalgias y mi cuerpo dominaba toda situación de debilidad orgánica, por raro que parezca, ni siquiera la necesidad del comer, como si fuera volátil o gaseoso.

Si ésta terminaba por convertirse en la realidad, mi realidad, me preguntaba cómo había sido mi pasado. Sin lugar a dudas tuve un pasado de recuerdos luminosos; aunque guardo en la memoria escenas con sombras, como algo pegado a otra cosa, nunca autónomo, salvo cuando jugábamos a pisar la de alguien, resultando siempre esquiva a nuestros inocentes intentos. Mis sueños siempre eran en colores, como si de una película de cine americano se tratara, con un ritmo bastante adecuado como para vivirla con una doméstica naturalidad. Ahora, sin embargo, sólo me rodeaban extrañas sensaciones, imposibles de definir, porque solamente eran eso, percepciones, nada tangible, nada que pudiera rozar con mis dedos, que pudiera sentir como pétreo, o simplemente físico. Durante mucho tiempo vagué entre las sombras, recorría las avenidas y calles, a veces rodeaba cada masa de oscuridad para nunca volver al mismo sitio, era adulador vivir el encuentro permanentemente, pero un día terminé cansándome, ahí empezó el final.

Cada vez más inestable, me obsesioné con recrear el origen de la ciudad, en pensar cómo eran sus edificaciones reales –si en algún momento hubo otra realidad- y encontrar de este modo una respuesta al mundo al que ahora pertenecía. La tipología de la arquitectura la imaginaba extremadamente adaptada al paisaje, porque las sombras que acompañaban a mi nueva situación mantenían una única conducta con el entorno: eran el mismo entorno. Imaginaba un territorio transformado por una arquitectura que pertenecía al mismo, que se confundía con la memoria del lugar hasta convertirse en significado. Emergían limpias estructuras transparentes desde prolongados basamentos, igualmente, imaginaba quebrados recorridos en su planta, imperceptibles a la mirada, sólo visibles desde el cielo. -Por cierto... ¿Cómo sería este amasijo de sombras desde arriba? ¿Hasta donde llegarían sus lindes?-. Conseguir esta perspectiva podría ser la respuesta a mis (cada vez más) inestables pensamientos.

Las diferentes alturas que pensaba, podían albergar el tránsito de los ciudadanos que la disfrutaron un día, le confería a la ciudad soñada, un aire elegantemente permeable a los cambios y mutaciones, permanentemente transgredido y, al mismo tiempo, sin perder por ello su perfil definitivo.

Curvas imposibles, muchas líneas invisibles rectas o interrumpidas abruptamente, vidrio y hormigón, formaban parte de su configuración, aunque esto era sólo producto de mi imaginación, igual podrían ser maquetas de un arquitecto enfrentado al despropósito de la competición, un artista que sólo buscara su propio reconocimiento en las sombras de su interior. Geometría y orden, que ahora eran una estructura de oscuras proyecciones, tan diversas que podrían tratarse del propio infierno si no fuera por lo benigno de sus formas, presencias anónimas, abstractas y sutilmente envolventes.

Con los días los recorridos se fueron fragmentando, sin ningún orden ni sentido. Ya no programaba, como al principio, partir hacia el este, al encuentro de un sol que no existía, para intentar volver al punto de partida, tratando de ordenar así mi vida; nunca había regreso, ya que incluso los movimientos limitados en torno a una misma zona me mostraban un paisaje denostadamente cambiante.

Un día igual a cualquier otro de los que pasé en aquella ciudad sin nombre -que resultó ser un vientre fingido-, dejé de esquivar las masas oscuras y, sin pensarlo, penetré en una de ellas. Como en un profundo subterráneo, noté cierta humedad en la piel, posiblemente una ilusión, pero acaso no vivía en una permanente ilusión. Todo era blanco, tal como siempre había imaginado a la muerte, las sombras no eran negras por dentro, eran del color del traje de aquel italiano en el café Coluzzi ¿Recuerdas? Blanco roto desventurado.

No volví a salir de las sombras, un túnel me condujo a otro, y a otro, y después una empinada chimenea. Ahora todo me es confuso, mi memoria fue tan ingrata que me abandonó en alguno de aquellos vacíos.

No ofrecí ninguna resistencia, no tenía necesidad de evacuar el lugar, simplemente ya no existía el sitio al que llegué. Orden y caos se confundían hasta la extenuación, aceleré mi ritmo sin saber porqué, me dejé llevar; nunca hasta aquél día había tenido la sensación de prisa, el tiempo me abandonó hace mucho. ¿Desde cuando estaba allí? Aquellos años no sirvieron para nada, salvo para almacenar presagios que nunca se cumplieron.

Volver no me resultó fácil, los caminos dejaron de existir, las líneas de ferrocarril se cruzaban como las trenzas de una niña rubia, los sauces se retorcían hasta sus raíces y los ríos dejaban ver el asfalto de sus fondos. Me limité a vagar.

Cuando llegué nadie reparó en mí. Mi casa no existía, su lugar y el de otras casas vecinas lo ocupaba ahora un horrible centro comercial de paredes y colores efímeros. La calle estrecha en la que se ubicaban era un destartalado aparcamiento en forma de octógono.

Me instalé durante un tiempo en el hostal Neutral, un establecimiento lleno de banderas y gris como el susurro. Allí escribí esto, para ti. Si tú llegabas a leerlo encontraría la única salvación, acabaría encontrándome a mí mismo. Sorprendentemente no me sentía viejo, ni pesado, deje de sentir el dolor y, me temo, el amor.

Esperándote en la habitación, me había convertido en una sombra deforme y silenciosa.

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